jueves, 5 de diciembre de 2013

Enseñando baloncesto en Pekin.

 

Por encima de guerras y diferencias, siempre hubo lenguajes sencillos que hicieron entenderse a las personas, sin intermediarios, sin aprendizajes difíciles. Uno de ellos es la música, otro es el deporte. Elijamos un país cualquiera, preguntemos a quien sea... Es muy probable que pronuncie con acento claro las palabras "la Roja, Barcelona, Real Madrid, Rafa Nadal"; España es eso para mucha gente, mal que les pese a los venden otra cosa y a los políticos que nos arruinan. Opiniones aparte, es un hecho constatado. En Pekín, además, a título de curiosidad, los taxistas nos conocen como el país de los toros. No sé por qué razón pero así es. Te subes a un taxi, dices que eres español y ¡zás! el tipo te espeta "¡Xibanya dou niu!" (¡España, toros!).
Volviendo al tema principal, en Pekín vive y trabaja David Gros, un español que se dedica precisamente a la enseñanza del deporte como forma de establecer vínculos, relacionarse y educarse. David imparte clases de baloncesto y educación deportiva a niños chinos y de otras nacionalidades cuyas familias residen en la ciudad. Parece sencillo, pero aquí, donde los hábitos saludables y el ejercicio físico forman parte de la cultura, el aprendizaje de los deportes no está muy sistematizado fuera del ámbito de la competición. David introduce a estos escolares en la técnica del basket a través de un entrenamiento bien estructurado, convirtiendo su práctica en un capítulo educativo más.



domingo, 1 de diciembre de 2013

Lo que dejó Yolanda








Barangay Nº61 tras el paso del tifón Yolanda. Tacloban, Visayas Orientales. Filipinas.


En las localidades filipinas, “barangay” significa “barrio”, o “vecindario”. No es lo mismo un pintoresco barangay con playa mecido por el sonido de las olas que otro situado en el interior. Son cosas en las que hasta hace poco Beth podía pensar para matar el tiempo. Ahora atiza el fuego con el que calienta agua en una olla. La hierve para potabilizarla. Se guarece en las ruinas de una vivienda de varias plantas construida sobre un promontorio pegado al mar, en uno de esos barangays bonitos, muy cerca del Consistorio de la ciudad de Tacloban en las Visayas Orientales de Filipinas. Unos metros más allá de la pequeña hoguera, un grupo de hombres con uniforme de color naranja remueve los restos informes de varios edificios reducidos a una montaña de escombros. Dos de ellos despliegan una bolsa alargada de color negro y la aproximan al cadáver que los demás extraen con cuidado de una oquedad maloliente.  Cuelgan pegados trozos de basura y jirones de ropa deshecha. Después de cinco días el calor y la humedad han comenzado a pudrir el cuerpo y es difícil de manejar. El olor inconfundible contrae el gesto de los vecinos que deambulan en el lugar intentando recuperar sus pertenencias. Los días transcurridos no les han hecho acostumbrarse. Beth levanta la cabeza y respira hondo. Es una mujer madura. Se acuclilla sobre un barreño para lavar algunas prendas que ha rescatado de las ruinas y contempla a los jovenzuelos del barrio jugando sobre los pedazos de hormigón; lo han perdido todo, como ella, pero tienen toda la vida por delante. Tienen tiempo: les resulta más fácil asirse a un pensamiento alegre para olvidar la tragedia. Otros niños han tenido menos suerte. Han muerto o no han superado el shock y deambulan con la mirada perdida.

Sobre una mesa de madera yace lo que queda de una mujer y su bebé. Grotescamente rígidos, parecen maniquíes ennegrecidos. Forman parte de un escenario imposible de viviendas despedazadas que se amontonan o muestran sus estancias como visceras desgarradas. Es una coherencia espeluznante difícil de digerir. La vista se pierde en lo que queda tras haber pasado el barrio por una picadora. Los pedazos son tan pequeños que es imposible saber donde acaba una manzana y donde empieza otra. Aquí y allá, los supervivientes buscan refugio bajo cualquier voladizo, y continúan viviendo. El hambre aprieta y la lluvia arrecia de nuevo. Las bolsas negras se van alineando sobre una placa de cemento. Los vivos se alinean también, mudos, contemplando a los bomberos resoplar mientras depositan uno tras otro a sus convecinos. La fatalidad les puso en uno u otro lado y no queda más que seguir adelante. Las bolsas cerradas adoptan la forma de sus ocupantes rígidos tal y como quedaron tras fallecer. Yolanda, el nombre que los filipinos dieron al tifón Haiyan, les mató sin preguntar, dejando sus cuerpos revueltos, sin decoro, ante la vista de conocidos y amigos, vivos afortunados. La muerte siempre es solemne, pero cuando las catástrofes naturales imponen su horror, la dignidad también se pone a la cola de todo lo que es preciso reconstruir de nuevo. 

Con el aeropuerto en ruinas y sin comunicaciones terrestres, el primer esfuerzo se reparte entre la asistencia a heridos y afectados y la recuperación de algunas vías de acceso. Salir de Tacloban se convierte en la prioridad de muchos de los que lo han perdido todo. A medida que los bomberos locales despejan la antigua calle principal, la Calle Real, paralela a la costa y conectada al aeropuerto, ésta se puebla de desplazados que acuden a la pista de aterrizaje con la esperanza de hallar un hueco en algún avión militar. Sobre un suelo anegado, sin electricidad, sin agua ni alimentos, los hierros retorcidos que quedan de la terminal cobijan a una muchedumbre creciente de mujeres y hombres, niños y ancianos, acarreando maletas con lo que han podido salvar. Al anochecer, el estruendo de los poderosos motores de los aviones de transporte C130 entierra las escasas conversaciones de las familias exhaustas. Fuera, la densa oscuridad solo es atenuada por tres o cuatro generadores que destacamentos del ejército y de bomberos locales mantienen en marcha con el combustible que consiguen rescatar. A pesar de que la mayoría de sus hombres también han sido afectados por el desastre, en esos primeros días, una veintena de bomberos de Tacloban trabajan 24 horas por turnos, durmiendo bajo un toldillo, para acondicionar los restos del edificio aeroportuario a través del que llegará la ayuda exterior y serán evacuados los desplazados. Los jefes, Marc y Eden, dirigen a la cuadrilla compartiendo la misma tierra del trozo de suelo en el que han acampado. Hierven cacao y café bajo el sol que a las cinco y media de la mañana ya asoma. Ceden una parte de sus galletas y agua a los refugiados que se animan a mendigarlas. Conducen el camión que antes apagaba fuegos hacia lo que queda del centro urbano, cargado de gente agarrada a cualquier saliente. Estos primeros días, la vía que une el aeropuerto con el ayuntamiento se convierte en la arteria a la que todos acuden en busca de transporte y a través de la cual comienzan a distribuirse suministros a la ciudad.
El trasiego de personas no cesa. La falta de luz eléctrica convierte la noche en una pesadilla imposible. Un caos de árboles arrancados, vehículos incrustados en edificios, todo enterrado en el aluvión de barro mezclado con cadáveres de humanos y animales. Algunas hogueras ayudan a ubicar los lugares y espantar a los mosquitos. Lo que no falta es madera para quemar.

El zarpazo de Yolanda arrancó la vida a un buen número de filipinos y deja a muchos más con lo puesto. Los edificios públicos de mayor tamaño, escuelas, auditorios, iglesias, se convierten inmediatamente en refugio de los que lo han perdido todo. Supervivientes agrupados en familias o lo que queda de ellas se instalan provisionalmente en las gradas del Centro Nacional de Convenciones de Tacloban. Cualquier hueco, esquina, que pueda delimitarse como espacio propio es ocupado. Un cartón grueso es un buen colchón porque aisla del suelo. Una manta, un impermeable, son tesoros. Algo que comer y beber, un milagro diario.
La carestía, el caos y la ausencia de autoridad sobre el terreno, propician la proliferación de oportunistas que saquean comercios y propiedades desatendidos por sus dueños. El ejército y la policía se despliegan para proteger los lugares susceptibles de ser asaltados y mantener la calma en las colas de reparto de víveres. El miedo a los robos se convierte en un tópico en las conversaciones, y no ayuda saber que se ha producido una fuga masiva de la prisión de la ciudad; cuando el nivel del agua comenzó a subir peligrosamente, los funcionarios abrieron sus puertas para evitar la muerte de los presos. Esto provocó la huida de un número de convictos en penales de toda la provincia que las autoridades cifran en torno a 600, muchos de ellos pertenecientes al Frente Moro de Liberación. Sin embargo, proveerse minimamente de ropa y alimentos lleva a mucha gente normal a tomarlos de las tiendas anegadas. Algunos lo confiesan con pudor, y otros se vanaglorian de resistir a la tentación. Allan vende bolsas de Nescafé, expuestas sobre una caja de cartón a modo de mostrador en plena calle. Al día siguiente ofrece un pollo vivo que  nadie sabe de dónde ha salido. Ríe y disimula mientras algunos vecinos cuchichean detrás que lo ha robado.

La presencia generalizada de aparatos eléctricos en la vida diaria, provoca un replanteamiento drástico del día a día cuando los enchufes dejan de funcionar. Y no se trata solo de comodidades prescindibles. Tras el desastre, llega la necesidad imperiosa de comunicarse con los familiares, de saber y de hacer saber. El acceso a internet y la cobertura de telefonía móvil quedaron interrumpidos. Poco después del tifón, el gobierno local instala un servicio gratuito de llamadas telefónicas y recarga de móviles, así como restablece la cobertura en las proximidades del ayuntamiento, pero las horas que las baterías de los teléfonos móviles aguantan hasta consumir su carga convierten las conversaciones en una paradójica cuenta atrás hacia el silencio y el aislamiento hasta hallar de nuevo algún generador surtido de combustible.

Poco a poco, los grupos de afectados que deambulan intentando conseguir ayuda van dando paso a las bicicletas, a pequeños sidecars, a las motocicletas reparadas a retazos, y a los vehículos que se han salvado, rápidamente alquilados a periodistas y cooperantes extranjeros. Y luego a los potentes todoterrenos de las organizaciones de cooperación internacional y ONG´s. El grado de destrucción de la ciudad es tal que prácticamente todos sus habitantes han resultado afectados en algún grado. Las historias personales inundan lo cotidiano y nadie es un héroe, porque todos lo son en tanto que han sobrevivido o han muerto en circunstancias excepcionales. En el barangay número 61 de Tacloban, el agua subió hasta la segunda planta de una casa y catorce personas de dos familias se salvaron refugiándose en la techumbre tras abrir un agujero.


Cajas llenas con suministros sanitarios se amontonan en el hall del Hospital Regional de Visayas Orientales. El personal del centro va asignando tareas a médicos y enfermeros recién llegados, cuyos uniformes con rótulos y banderas de diferentes nacionalidades inundan los pasillos atestados de heridos. Muchos fueron víctima de la caída de techos, edificios y árboles. Padecen lesiones medulares, cortes y roturas en pies y extremidades, y contusiones graves debido a que el agua arrastró toda clase de objetos que actuaron como proyectiles sobre aquellos a los que alcanzó el golpe de mar. En poco tiempo llegarán las enfermedades infecciosas derivadas de la insalubridad y la podredumbre.  Aixa, una enfermera española especializada en pediatría, atiende a un bebé de tres días que ni siquiera tiene nombre. A pesar de lo reciente del parto y el agotamiento, la madre sigue sus explicaciones de pie junto a la cama. La enfermera guia sus manos en la forma correcta de manipular y explorar el diminuto cuerpecito. El niño sin nombre apenas se mueve, respira con dificultad. La septicemia avanza y su pugna por la vida se ha apoderado del corazón de Aixa, que le regala precisamente esa primera posesión de cualquier ser humano, el nombre. Se llamará Ángel. Sin embargo Ángel no resiste y un día después ya no es más que un recuerdo muy triste en la memoria de la voluntaria española. Padres que pierden a sus hijos, y también críos que corretean porque ya no tienen padres. Éstos se juntan y se dan compañía, hacen pandilla a pocos días de convertirse en niños de la calle. Se apelotonan en las tuberías rotas de la red pública para lavarse con el agua que gotea, o juegan a columpiarse en el tendido eléctrico que los postes derrumbados dejan al alcance de sus brazos. En las colas de asistencia médica, aguardan agarrados a la mano de algún familiar. Tienen esa mirada que el fotoperiodismo ha retratado miles de veces y soportan sus heridas callados, esperando el turno de ser atendidos. Unos han quedado paralizados, perdidos, intentando digerir lo que ha ocurrido. Otros siguen adelante protegidos por ese mecanismo de autodefensa tan eficaz como es la capacidad de jugar. Algunos hallarán refugio y a otros los tragará la marea de miseria que se aproxima.

Lejos de Tacloban, la ayuda tarda en alcanzar las pequeñas aldeas. Allí los cadáveres permanecen al aire a la espera de que alguien los identifique y los retire. Un joven procedente de una de estas aldeas denuncia la situación ante las cámaras de un medio de comunicación extranjero. Lo hace frente al imponente edificio que alberga un centro de belleza propiedad de la mujer del alcalde. En la puerta, un coche volcado sobre una pequeña glorieta parece una extraña escultura moderna.

En el aeropuerto, los que aguardan un hueco en un avión forman una fila interminable bajo la torre de control. Periódicamente aterriza un C130 de transporte y un soldado abre la puerta de malla metálica para dejar pasar un cupo de personas. La gruesa hilera de personas se mueve y con ellas sus bártulos y lo que han conseguido acarrear. Stephanie carga sus pertenencias en un carrito de supermercado que se ha convertido en su pequeño hogar mientras espera su turno. Una pareja de abuelos sostienen a sus dos nietos pequeños. Caen a plomo los 40 grados de un sol abrasador, pero en cinco minutos el cielo se cubre y un diluvio arruina maletas y petates empapándolo todo.

Otros desembarcan con la esperanza de hallar familiares desaparecidos, o para ayudar. La desgracia es campo abonado para el oportunismo, y también lo es para la solidaridad. La vida sigue, se abre paso, y no podrá arrancarla ni la peor ráfaga de viento.

Equipo de bomberos voluntarios belgas volando hacia Tacloban desde Cebu.
Vista del área devastada por Yolanda en las proximidades de Tacloban.
Vecinos de Tacloban aguardan en las ruinas del aeropuerto. Intentan conseguir una plaza en algún vuelo civil o militar que les saque de allí.
La espera interminable en el aeropuerto agota a los más débiles. Enfermos, heridos, ancianos y niños, necesitan asistencia médica.
Pista de aterrizaje del aeropuerto de Tacloban el día de nuestra llegada. Desde ahí, con una conexión por satélite Bgan, enviamos los primeros vídeos al Telediario de TVE.
Bomberos de Tacloban acampados en las proximidades del aeropuerto. Ellos hicieron el primer desescombro de la terminal que permitió a los desplazados agilizar su salida, así como facilitar la entrada de la ayuda exterior.
Niños de Tacloban hacen cola en una vieja bomba manual para sacar agua de un pozo.
La Escuela Central Rizal acoge a decenas de familias que han perdido sus hogares.
Un niño extrae agua accionando una bomba manual.
Familia de refugiados en la Escuela Central Rizal de Tacloban
Iglesia del Santo Niño, en Tacloban. En ella consiguieron salvarse decenas de personas durante el paso del tifón.
Todo lo que queda de un idílico hotel junto al mar
Barangay Nº61, Tacloban. La misma foto de cabecera, en color.
Improvisado centro de información y prensa junto al Consistorio en Tacloban.
El Ayuntamiento habilita un servicio gratuito de llamadas de teléfono vía satélite.
Cadáveres alineados junto al paseo marítimo aguardan el traslado al depósito para la identificación.
Campamento de bomberos locales junto al aeropuerto de Tacloban. Otra vista.
Un miembro de una cuadrilla de bomberos transporta las bolsas donde se meterán los cadáveres que rescaten a lo largo de la jornada.
Al fondo... La casa en la que se refugia Beth. Desde ahí contempla a los bomberos extraer cadáveres de las ruinas.
Un bombero intenta colocar el cuerpo de una mujer dentro de una de las bolsas para su traslado.
Beth
Niños de Tacloban, vecinos de Beth. Mantienen una sonrisa, pero la procesión va por dentro.
Vecinos de Tacloban retoman sus quehaceres diarios tras el desastre.
La casa de Beth
Cuadrilla de rescate de cadáveres. Suena paradójico... Rescatar un cadáver. Pero es encomiable la labor de estas personas, también afectados por la catástrofe. Dignidad hasta el final.
Cadáveres alineados en la acera, esperan su traslado al depósito.
Antigua residencia de Imelda Marcos en Tacloban
Vistas del hotel Leyte Park
Los más avispados "recuperan" lo que pueden y montan su pequeño negocio sobre una caja de cartón.
Un perro reposa en unas tuberías junto a lo que queda del hogar de su dueña.
I love Tacloban. Campaña promocional de la ciudad cuyo slogan inunda marquesinas, pósters, autobuses...
Spa propiedad de la mujer del alcalde de Tacloban. Ese coche quedó así, volcado y se ha convertido casi en mobiliario urbano.
Vecinos acuden al servicio médico de primera asistencia facilitado por el ayuntamiento.
Cárcel de Tacloban. De este centro penitenciario y de otros de la zona, escaparon en torno a 600 presos. Las autoridades abrieron las puertas para impedir que perecieran ahogados.
Jóvenes detenidos por la policía por robar en comercios abandonados.

Policias montan guardia junto a los comercios afectados por la inundación.
I love Tacloban
Niño recogiendo agua procedente de una depuradora cedida por Cooperación Exterior de España, AECID.
Una familia descansa en una esquina delimitada con sillas, dentro del Centro de Convenciones de Tacloban.
Niños de una familia acampada junto al Centro de Convenciones de Tacloban
Reparto de bolsas de víveres.
Junray, el recepcionista del hotel Leyte Park, trabaja por la noche a la luz de una vela dibujando a mano los formularios con los que lleva el orden del establecimiento. El hotel alberga a varios grupos de cooperación internacional, entre ellos el de médicos españoles, AECID, y la ONG Acción contra el hambre, así como una base de operaciones de la Cruz Roja Filipina.

Tacloban

Cola de desplazados en el aeropuerto de Tacloban aguardan plaza en algún avión
Cola de desplazados en el aeropuerto de Tacloban aguardan plaza en algún avión
Cola de desplazados en el aeropuerto de Tacloban aguardan plaza en algún avión
Llegada del avión español con el equipo médico de voluntarios y el material sanitario.
Llegada del avión español con el equipo médico de voluntarios y el material sanitario.
El avión de los voluntarios españoles junto al avión presidencial en el aeropuerto de Tacloban
Maternidad de Picasso... El agua casi ahoga al niño, pero se detuvo justo a tiempo...
Las manos de una enfermera española sobre un recien nacido de Tacloban
Equipo de personal sanitario español en la puerta de urgencias del hospital provincial de Tacloban.
Campamento de voluntarios españoles en el hotel Leyte Park. Trajeron la alegría, la salud, y la luz, con dos enormes focos que nos animaron la noche, y olor de patatas fritas con aceite de oliva... todo hay que decirlo.
Campamento de volutarios españoles.
De noche. Vivan esos focos!!
Aviones C130 del ejército filipino, aguardan el embarque de desplazados.